La vida es una colección de momentos, y algunos de ellos están diseñados para ponernos en situaciones tan ridículas que no sabemos si reír o llorar. Pero, siendo honestos, esas pequeñas tragedias de la adolescencia son las que terminan marcando nuestras historias más divertidas.
Hoy quiero compartir dos de esas anécdotas, de esas que en el momento te hacen desear que la tierra te trague, pero con el tiempo te arrancan carcajadas. Dos situaciones muy diferentes, pero unidas por algo en común: el momento exacto en el que todo se salió de control.
Historia 1: El silencio que lo escuchó todo
La secundaria es una época de grandes cambios. Nuevos intereses, amistades, y, en el caso de los hombres, ese incómodo proceso de cambio de voz que a veces llega en los peores momentos.
En mi primer año, me tocó el turno vespertino, y mi última clase del día era Ciencias Sociales con una maestra que parecía salida de una novela de los años 50: chaparrita, estricta, con un peinado de base que desafiaba la gravedad y una actitud que no permitía ni el más mínimo ruido. Ese día nos puso a leer en voz alta. Todos debíamos tomar un libro, leer un par de párrafos y pasarlo al siguiente compañero, en un silencio absoluto que habría hecho temblar a un monasterio.
Todo iba perfecto. El salón estaba en completo silencio y cada quien cumplía su turno de lectura sin problemas. Hasta que llegó el mío. Tomé el libro con determinación, abrí la boca para leer y entonces ocurrió: mi voz decidió traicionarme con un “gallo” que retumbó como si hubiera tomado el micrófono de un karaoke.
El salón estalló en carcajadas. Mi cara, roja como un semáforo. Y lo más inesperado: la maestra, conocida por su semblante de hierro, soltó una media sonrisa. Con un “¡silencio, continuemos!” retomamos la lectura, pero el daño estaba hecho. Ese día aprendí que, en la secundaria, cualquier “gallo” puede convertirse en leyenda.
Historia 2: El crush fallido
En la prepa, las preocupaciones cambian: de los “gallos” en la voz, pasas a los intentos torpes de conquistar a alguien. En mi caso, era una chica que trabajaba en una farmacia. La vi una tarde mientras caminaba a casa, y algo en mí decidió que tenía que conocerla.
Durante días, me armé de valor. Caminaba frente a la farmacia, revisando el terreno, esperando el momento perfecto para hablarle. Hasta que, finalmente, llegó el día. O al menos eso creí.
Con mi paraguas en mano (porque mamá siempre decía “no salgas sin paraguas”), caminé hacia mi destino. La lluvia empezó a caer, primero ligera y luego con más fuerza. Pero nada me iba a detener. Allí estaba, asomándose por la ventana de la farmacia. Mi momento había llegado.
Y entonces, la tragedia. Frente a la farmacia, un charco enorme ocupaba buena parte de la avenida. Lo vi, lo analicé, pero no tuve tiempo de reaccionar. Un camión pasó a toda velocidad, y en un segundo estaba completamente empapado, desde la cabeza hasta los zapatos.
Mojado, derrotado y con mi dignidad por los suelos, ni siquiera me atreví a voltear a ver si ella había presenciado el desastre. Cerré mi paraguas (total, ya no servía de nada) y caminé directo a casa. No volví a pasar por esa farmacia.
La vida está llena de estos momentos: pequeños instantes que, aunque en el momento parecen desastrosos, terminan convirtiéndose en las historias que más disfrutamos contar. Porque, al final, ¿de qué sirve tomarse tan en serio?
Así que, si algún día un “gallo” arruina tu clase o un charco destruye tus aspiraciones románticas, no lo veas como una derrota. Piensa en el anécdotón que tendrás para contar después, y ríete. Porque la vergüenza pasa, pero las risas quedan para siempre.